Yuri Pereira Alagón (*)
Solo un pueblo libre (compuesto por ciudadanos libres) puede ser soberano y el único modo de “garantizar” la soberanía interna constitucional es “asegurando” los derechos fundamentales como límites frente al poder de los gobernantes, frente a la capacidad normativa del legislador (Manuel Aragón Reyes).
Con frecuencia escuchamos decir al común de la gente, refiriéndose a determinado acto o inclusive a una persona: - ¡Es legal nomás! Porque consideran que dicha persona tiene un comportamiento adecuado, razonable, etc., o el acto al que se refieren se encuentra ajustado a ley. Dicho comportamiento, sin embargo, no es gratuito sino que viene condicionado a una perspectiva originada desde la vigencia del principio de legalidad.
El principio de legalidad o primacía de la ley es un principio fundamental del Derecho público conforme al cual todo ejercicio del poder público debería estar sometido a la voluntad de la ley de su jurisdicción y no a la voluntad de las personas (Cfr. http://es.wikipedia.org/wiki/Principio_de_legalidad).
El surgimiento del Estado de Derecho coincide con el final del absolutismo (sistema monárquico-feudal) como consecuencia de la Revolución Francesa de 1789, originando una transformación radical en la sociedad y el concepto de Estado. El Estado de Derecho surge como oposición al Estado absoluto y al mismo tiempo coincidió con un fenómeno de carácter económico y social: la revolución industrial, dándose origen a la sociedad capitalista y al Estado liberal-burgués.
El Estado de Derecho aparece marcado por dos características esenciales:
• Supone el imperio del Derecho o Imperio de la ley, es decir, la primacía del principio de legalidad como expresión de la soberanía popular recogida en el parlamento.
• Se produce el alejamiento del Derecho de las cuestiones éticas y morales y se establece la vinculación entre el Estado y el Derecho.
• Se produce el alejamiento del Derecho de las cuestiones éticas y morales y se establece la vinculación entre el Estado y el Derecho.
Es decir en el Estado de Derecho se otorga una preeminencia absoluta a la ley. Sobre el particular Jesús Zarzalejos Nieto, nos grafica la importancia de la ley, pero al mismo tiempo su distanciamiento respecto de la persona humana: “El respeto a la ley es, ante todo, una cuestión vital, un consenso previo de los ciudadanos para organizar una convivencia estable y pacífica. Por nimia que sea su expresión, escrita u oral, positiva o consuetudinaria, toda norma encierra una enseñanza de conductas -las que deben ser y las que no deben ser-, un precepto de límites y, al mismo tiempo, de espacios de comportamientos, sean del Estado, sean del individuo. Quizá se halle en Sócrates una sublimación de la eficacia pedagógica de la ley sobre los ciudadanos, al aceptar su propia muerte antes que contravenir la ley en que se basaba su condena. El diálogo con Critón es un acto de veneración por una ley que funciona como el corazón del Estado: "sin leyes ¿qué ciudad puede ser aceptable?" es la pregunta que Sócrates pone en boca de la ley, convertida en su conciencia inquisitiva, para reprochar a Critón el ofrecimiento de liberarlo mediante el soborno a sus vigilantes. Pero Sócrates, coherente con su sentido ético de la ley y de la justicia, se niega: "si faltas a las leyes, no harás tu causa ni la de ninguno de los tuyos ni mejor, ni más justa, ni más santa, sea durante tu vida, sea después de tu muerte". Pese al arraigo ético de la conducta de Sócrates, se ha criticado su doctrina sobre la ley porque "no toma en cuenta la personalidad del ciudadano frente al Estado", aunque tal reproche encuentra su réplica en el carácter pactado que el filósofo atribuye a la ley de la república. La ley ha de ser cumplida porque es consentida por el ciudadano y éste no puede ir contra sus propios actos” (La Ciudad Inaceptable. Ley, sociedad y valores. En: Papeles de Ermua on line).
No obstante esa exacerbación de la ley, dentro del Estado de Derecho, aquella tendrá su límite en la imposición de la Constitución y en su efectiva práctica que viene a ser el Estado Constitucional de Derecho, significando ello el paso del “Estado legislativo” al “Estado constitucional” (ATIENZA, Manuel. Derecho como argumentación. En: Jurisdicción y Argumentación en el Estado Constitucional de Derecho. UNAM, México, 2005, p. 10).
En el “Estado legislativo” se entendía –o se entiende aún- una pretendida soberanía parlamentaria como lo ha puesto en relieve el Tribunal Constitucional. No es común decir, por parte de alguno de nuestros congresistas, que ellos son el “primer poder del Estado”, sobre la base de su función legislativa, lo que sin embargo implica anteponer la ley a la Constitución y vulnera –además- el principio de separación de poderes.
Hoy entendemos por Constitución como la “norma jurídica suprema, jurisdiccionalmente aplicable que garantiza la limitación del poder para asegurar que éste, en cuanto deriva del pueblo, no se imponga inexorablemente sobre la condición libre de los propios ciudadanos. Es decir, la Constitución no es otra cosa que la juridificación de la democracia y así debe ser entendida” (ARAGÓN REYES, Manuel. La Constitución como paradigma. En: AA.VV. El significado actual de la Constitución, UNAM, México 1998, p. 23).
Así, la Constitución, no tiene otra finalidad que la protección de los derechos fundamentales de las personas como límite al ejercicio del poder por quienes lo detentan. No es gratuito que nuestra Constitución Política del Estado de 1993 establezca en su artículo 1 que “[l]a defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”.
Esta concepción –que se asume plenamente después de la Segunda Guerra Mundial- implica un cambio radical en la concepción normativa: antes que la ley se halla la Constitución y ésta no tiene otra finalidad que la defensa de las libertades fundamentales, teniendo al concepto de dignidad humana como su sustento jurídico y filosófico, es decir no podemos anteponer nada a los derechos de las personas y el Estado no tiene otra finalidad que la de su promoción y defensa irrestricta.
En esta perspectiva, nuestro Tribunal Constitucional con relación al Estado constitucional nos ha dicho lo siguiente:
“El tránsito del Estado Legal de Derecho al Estado Constitucional de Derecho supuso, entre otras cosas, abandonar la tesis según la cual la Constitución no era más que una mera norma política, esto es, una norma carente de contenido jurídico vinculante y compuesta únicamente por una serie de disposiciones orientadoras de la labor de los poderes públicos, para consolidar la doctrina conforme a la cual la Constitución es también una Norma Jurídica, es decir, una norma con contenido dispositivo capaz de vincular a todo poder (público o privado) y a la sociedad en su conjunto.
Es decir, significó superar la concepción de una pretendida soberanía parlamentaria, que consideraba a la ley como la máxima norma jurídica del ordenamiento, para dar paso -de la mano del principio político de soberanía popular- al principio jurídico de supremacía constitucional, conforme al cual, una vez expresada la voluntad del Poder Constituyente con la creación de la Constitución del Estado, en el orden formal y sustantivo presidido por ella no existen soberanos, poderes absolutos o autarquías. Todo poder devino entonces en un poder constituido por la Constitución y, por consiguiente, limitado e informado, siempre y en todos los casos, por su contenido jurídico-normativo” (STC del 8 de noviembre de 2005, Exp. N.° 5854-2005-PA/TC – Piura, caso Pedro Andrés Lizana Puelles).
Dentro de esta concepción los derechos fundamentales, partiendo de su doble dimensión, son el sustento de realización del Estado constitucional y ello solo es posible –en palabras del Tribunal Constitucional- a partir del reconocimiento y protección de los derechos fundamentales de las personas:
“En su dimensión subjetiva, los derechos fundamentales no solo protegen a las personas de las intervenciones injustificadas y arbitrarias del Estado y de terceros, sino que también facultan al ciudadano para exigir al Estado determinadas prestaciones concretas a su favor o defensa; es decir, este debe realizar todos los actos que sean necesarios a fin de garantizar la realización y eficacia plena de los derechos fundamentales. El carácter objetivo de dichos derechos radica en que ellos son elementos constitutivos y legitimadores de todo el ordenamiento jurídico, en tanto que comportan valores materiales o instituciones sobre los cuales se estructura (o debe estructurarse) la sociedad democrática y el Estado constitucional” (STC del 11 de julio de 2005, Exp. N.° 3330-2004-AA/TC, caso Ludesminio Loja Mori).
De modo que debemos entender -como pone en relieve Manuel Aragón Reyes- que el Estado auténticamente constitucional es el “Estado efectivamente limitado por el derecho” (Ob. Cit. p. 27). En esta línea de pensamiento los jueces somos “si acaso, un contrapoder”, por ser los encargados del control de constitucionalidad en todo proceso judicial –independientemente de la materia- y de la legalidad de los actos inválidos, es por ello que “la jurisdicción se define y marca principalmente como verificación de las violaciones del derecho: de los actos inválidos y de los actos ilícitos” (FERRAJOLI, Luigi. El papel de la función judicial en el Estado de Derecho. En: Jurisdicción y Argumentación en el Estado Constitucional de Derecho. UNAM, México, 2005, pp. 100-101).
Debemos entender, por tanto, que la vigencia del Estado Constitucional de Derecho implica “bañar” literalmente de constitucionalismo a todo el ordenamiento jurídico, lo que implica que, en la resolución de todos los casos, el Juez deba necesariamente realizar un análisis de constitucionalidad, a efectos de determinar si, en efecto, se viene vulnerando determinado derecho fundamental, por ello toda norma jurídica, acto administrativo, acto jurídico o actuación personal deberá ser interpretada necesariamente desde y hacia la Constitución.
Debemos tomar conciencia de nuestro rol como jueces en el control de los actos de poder y de las conductas individuales. Al respecto Giovanni Priori Posada nos dice que “[n]o solo son el Tribunal constitucional, ni los jueces constitucionales; sino también los jueces penales, civiles, comerciales, laborales o contenciosos administrativos, los llamados a hacer efectivos en los casos que resuelven los principios y valores constitucionales. Esos son los casos que desafían al Estado Constitucional” (EL PROCESO EN EL ESTADO CONSTITUCIONAL. En: CONSTITUCIÓN Y PROCESO. ARA Editores: Lima, 2009, p. 346).
Al Juez le corresponde la tutela de los derechos fundamentales frente a cualquier acto de poder, incluso frente al legislador. El ideal del Estado constitucional “supone el sometimiento completo del poder al derecho, a la razón: la fuerza de la razón, frente a la razón de la fuerza. Parece, por ello, bastante lógico que el avance del Estado constitucional haya ido acompañado de un incremento cuantitativo de la exigencia de justificación de las decisiones de los órganos públicos” (Atienza, Ob. Cit. p. 11).
Es decir: - ¡Es constitucional nomás!
(*) Juez Superior Titular de la Corte Superior de Justicia del Cusco.
No obstante esa exacerbación de la ley, dentro del Estado de Derecho, aquella tendrá su límite en la imposición de la Constitución y en su efectiva práctica que viene a ser el Estado Constitucional de Derecho, significando ello el paso del “Estado legislativo” al “Estado constitucional” (ATIENZA, Manuel. Derecho como argumentación. En: Jurisdicción y Argumentación en el Estado Constitucional de Derecho. UNAM, México, 2005, p. 10).
En el “Estado legislativo” se entendía –o se entiende aún- una pretendida soberanía parlamentaria como lo ha puesto en relieve el Tribunal Constitucional. No es común decir, por parte de alguno de nuestros congresistas, que ellos son el “primer poder del Estado”, sobre la base de su función legislativa, lo que sin embargo implica anteponer la ley a la Constitución y vulnera –además- el principio de separación de poderes.
Hoy entendemos por Constitución como la “norma jurídica suprema, jurisdiccionalmente aplicable que garantiza la limitación del poder para asegurar que éste, en cuanto deriva del pueblo, no se imponga inexorablemente sobre la condición libre de los propios ciudadanos. Es decir, la Constitución no es otra cosa que la juridificación de la democracia y así debe ser entendida” (ARAGÓN REYES, Manuel. La Constitución como paradigma. En: AA.VV. El significado actual de la Constitución, UNAM, México 1998, p. 23).
Así, la Constitución, no tiene otra finalidad que la protección de los derechos fundamentales de las personas como límite al ejercicio del poder por quienes lo detentan. No es gratuito que nuestra Constitución Política del Estado de 1993 establezca en su artículo 1 que “[l]a defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”.
Esta concepción –que se asume plenamente después de la Segunda Guerra Mundial- implica un cambio radical en la concepción normativa: antes que la ley se halla la Constitución y ésta no tiene otra finalidad que la defensa de las libertades fundamentales, teniendo al concepto de dignidad humana como su sustento jurídico y filosófico, es decir no podemos anteponer nada a los derechos de las personas y el Estado no tiene otra finalidad que la de su promoción y defensa irrestricta.
En esta perspectiva, nuestro Tribunal Constitucional con relación al Estado constitucional nos ha dicho lo siguiente:
“El tránsito del Estado Legal de Derecho al Estado Constitucional de Derecho supuso, entre otras cosas, abandonar la tesis según la cual la Constitución no era más que una mera norma política, esto es, una norma carente de contenido jurídico vinculante y compuesta únicamente por una serie de disposiciones orientadoras de la labor de los poderes públicos, para consolidar la doctrina conforme a la cual la Constitución es también una Norma Jurídica, es decir, una norma con contenido dispositivo capaz de vincular a todo poder (público o privado) y a la sociedad en su conjunto.
Es decir, significó superar la concepción de una pretendida soberanía parlamentaria, que consideraba a la ley como la máxima norma jurídica del ordenamiento, para dar paso -de la mano del principio político de soberanía popular- al principio jurídico de supremacía constitucional, conforme al cual, una vez expresada la voluntad del Poder Constituyente con la creación de la Constitución del Estado, en el orden formal y sustantivo presidido por ella no existen soberanos, poderes absolutos o autarquías. Todo poder devino entonces en un poder constituido por la Constitución y, por consiguiente, limitado e informado, siempre y en todos los casos, por su contenido jurídico-normativo” (STC del 8 de noviembre de 2005, Exp. N.° 5854-2005-PA/TC – Piura, caso Pedro Andrés Lizana Puelles).
Dentro de esta concepción los derechos fundamentales, partiendo de su doble dimensión, son el sustento de realización del Estado constitucional y ello solo es posible –en palabras del Tribunal Constitucional- a partir del reconocimiento y protección de los derechos fundamentales de las personas:
“En su dimensión subjetiva, los derechos fundamentales no solo protegen a las personas de las intervenciones injustificadas y arbitrarias del Estado y de terceros, sino que también facultan al ciudadano para exigir al Estado determinadas prestaciones concretas a su favor o defensa; es decir, este debe realizar todos los actos que sean necesarios a fin de garantizar la realización y eficacia plena de los derechos fundamentales. El carácter objetivo de dichos derechos radica en que ellos son elementos constitutivos y legitimadores de todo el ordenamiento jurídico, en tanto que comportan valores materiales o instituciones sobre los cuales se estructura (o debe estructurarse) la sociedad democrática y el Estado constitucional” (STC del 11 de julio de 2005, Exp. N.° 3330-2004-AA/TC, caso Ludesminio Loja Mori).
De modo que debemos entender -como pone en relieve Manuel Aragón Reyes- que el Estado auténticamente constitucional es el “Estado efectivamente limitado por el derecho” (Ob. Cit. p. 27). En esta línea de pensamiento los jueces somos “si acaso, un contrapoder”, por ser los encargados del control de constitucionalidad en todo proceso judicial –independientemente de la materia- y de la legalidad de los actos inválidos, es por ello que “la jurisdicción se define y marca principalmente como verificación de las violaciones del derecho: de los actos inválidos y de los actos ilícitos” (FERRAJOLI, Luigi. El papel de la función judicial en el Estado de Derecho. En: Jurisdicción y Argumentación en el Estado Constitucional de Derecho. UNAM, México, 2005, pp. 100-101).
Debemos entender, por tanto, que la vigencia del Estado Constitucional de Derecho implica “bañar” literalmente de constitucionalismo a todo el ordenamiento jurídico, lo que implica que, en la resolución de todos los casos, el Juez deba necesariamente realizar un análisis de constitucionalidad, a efectos de determinar si, en efecto, se viene vulnerando determinado derecho fundamental, por ello toda norma jurídica, acto administrativo, acto jurídico o actuación personal deberá ser interpretada necesariamente desde y hacia la Constitución.
Debemos tomar conciencia de nuestro rol como jueces en el control de los actos de poder y de las conductas individuales. Al respecto Giovanni Priori Posada nos dice que “[n]o solo son el Tribunal constitucional, ni los jueces constitucionales; sino también los jueces penales, civiles, comerciales, laborales o contenciosos administrativos, los llamados a hacer efectivos en los casos que resuelven los principios y valores constitucionales. Esos son los casos que desafían al Estado Constitucional” (EL PROCESO EN EL ESTADO CONSTITUCIONAL. En: CONSTITUCIÓN Y PROCESO. ARA Editores: Lima, 2009, p. 346).
Al Juez le corresponde la tutela de los derechos fundamentales frente a cualquier acto de poder, incluso frente al legislador. El ideal del Estado constitucional “supone el sometimiento completo del poder al derecho, a la razón: la fuerza de la razón, frente a la razón de la fuerza. Parece, por ello, bastante lógico que el avance del Estado constitucional haya ido acompañado de un incremento cuantitativo de la exigencia de justificación de las decisiones de los órganos públicos” (Atienza, Ob. Cit. p. 11).
Es decir: - ¡Es constitucional nomás!
(*) Juez Superior Titular de la Corte Superior de Justicia del Cusco.
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