Fernando Murillo Flores
La jurisdicción constitucional se inauguró en el Perú cuando se estableció en la Constitución de 1979 el Tribunal de Garantías Constitucionales (TGC), a partir de su vigencia, el Perú tuvo en sede de dicho Tribunal el control concentrado de la constitucionalidad de las leyes, es decir, la facultad de expulsar del sistema jurídico una ley que estuviese por la forma o por el fondo en contra de la Constitución, de esa manera – al menos en teoría – estaba garantizada su supremacía normativa. Pero junto a esa misión, el constituyente también le encomendó al indicado tribunal el conocimiento de los procesos constitucionales de la libertad (el amparo y el hábeas corpus).
Posteriormente la Constitución de 1993 consideró también en su seno la jurisdicción constitucional, personificada en el ahora denominado Tribunal Constitucional (TC), encomendándosele, básicamente, las mismas responsabilidades constitucionales.
Según la historia, el balance del desempeño del TGC (1) fue negativo (1980-1992), frente al balance que ahora podría hacerse del que corresponde al TC (1993-2009) que a diferencia del anterior estaría centrado más en uno cualitativo que cuantitativo, sin dejar de reconocerse que el TC ahora tiene mayor presencia y protagonismo con importantes sentencias y precedentes vinculantes acompañados, no en pocos casos, de fuerte polémica especializada y política.
En tributo a la verdad, el pobre desempeño del TGC se debió a graves deficiencias en su diseño constitucional entre los que, sin ingresar a profundidad, podríamos enunciar algunas: la barrera de obtener 50,000 firmas para iniciar un proceso de inconstitucionalidad; el reenvío procesal de las causas sin resolverse y el sistema de designación de sus magistrados (3 designados por el Poder Legislativo; 3 designados por el Poder Ejecutivo y 3 designados por el Poder Judicial) que en boca del gran Aguirre Roca (2) fue “poner al gato de despensero”.
Pero el éxito o el fracaso de un Tribunal Constitucional, dando por descontado un buen diseño del sistema (como el número de sus miembros, su competencia y facultades), transita por difíciles caminos que implica contestar las siguientes preguntas en función de las personas que aspiran a ser designados miembros del TC: ¿Quién debe ser?, ¿Quién lo elige?, ¿Cómo lo elige?. Como siempre, el factor humano, es importantísimo.
¿Quién debe ser magistrado del TC? En principio alguien que además de estar debidamente capacitado desde la perspectiva académica y profesional, sea de una conducta democrática impecable e intachable, con un apego cierto al constitucionalismo, considerado éste como un sentimiento que implica entender la Constitución como una norma superior que plasma el proyecto de una nación y constituye – en palabras del viejo Marshall – un límite al poder.
Pero no todo queda allí en el plano personal, la exigencia de ser magistrado del Tribunal Constitucional implica además constituirse en un magistrado cuya única razón de ser sea el apego al texto constitucional y a su correcta interpretación, olvidándose del origen de su designación lo que implica dejar atrás e ignorar cualquier consigna política o sometimiento partidario para convertirse sólo en guardián de la Constitución, sin que ello implique – porque no habría modo – que el magistrado elegido no tenga sus propias tendencias ideológicas como es natural.
¿Quién elige ser magistrado del TC y cómo lo elige?
Actualmente a los magistrados del TC los designa el Poder Legislativo mediante una votación que debe sumar 1/3 del número legal de sus miembros, es decir, se elige a un magistrado del TC con 80 votos a favor.
Este sistema de elección no tendría porque ser malo, si dicha votación estuviese siempre orientada a elegir al más idóneo, pero el hecho de necesitarse semejante mayoría calificada no es sino – en muchos casos – motivo para no elegir al mejor, sino sólo a quien sea más simpático a las fuerzas políticas que juegan en el Congreso e ingresar a un peligroso juego del te doy para que tú me des, el famoso toma y daca.
Actualmente el Congreso debe elegir a dos magistrados del TC, pues el período de 5 años de dos de ellos ya está próximo a vencer, sin embargo, a la convocatoria del Congreso se han presentado muy pocos postulantes pues, como es lógico, quienes se precien de su carrera académica y profesional no están dispuestos a un baloteo político sin consideración alguna, como sucedió en la anterior elección que sin duda se reflejó en un bajón en el desempeño actual del TC, sin dejar de contar algunos exabruptos verbales que agudizaron la tensión normal a la que está sujeta el TC en su difícil misión.
Si acaso el Congreso estuviese consciente de la responsabilidad histórica – no política – que tiene al designar a los magistrados del Tribunal Constitucional, brindaría todas las garantías a los postulantes para ser evaluados sólo en función de su capacidad académica y profesional, así como de su trayectoria ante el Estado Constitucional de Derecho y las tendencias ideológica que como tales deben tener respecto a la libertad, a la vida, a los derechos civiles, políticos y económicos.
Pero, lamentablemente el Congreso afronta otro problema personal e institucional: el descrédito. Este problema lo convierte en una caja de pandora. ¿A qué postulante serio le interesará ingresar a un proceso de selección político sin reglas claras?, ¿A quién que se precie le interesará ser designado por congresistas cuyo comportamiento personal y público es deplorable? ¿Qué buena elección podría hacerse en el seno de un Congreso cada vez más deslegitimado?
Cualquier aspirante serio a la magistratura constitucional desearía ser evaluado en función de su trayectoria y por un Congreso prestigioso, lo que sin duda le daría legitimidad a su nombramiento, y le permitiría tener un desempeño a la altura de la responsabilidad que demanda el control de la supremacía constitucional y vigencia real de los derechos fundamentales.
Pero esa expectativa ahora es sólo una ilusión, la jurisdicción constitucional reclama a sus mejores hijos, a los que estén dispuestos a engrandecerla, pero el precio a pagar puede ser muy caro, tan caro que un postulante serio podría ser fulminado antes de tiempo, dejando fuera de carrera a quienes sí están capacitados para llevar en sus hombros el inmenso peso de decir que es y que no es constitucional, y en carrera a quienes muy bien podrían ser los aludidos por Groucho Marx que dirían antes sus electores: “estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros”.
Por ahora sólo cabe tener la esperanza que el diablo deje de rondar por el Congreso, que se den señales claras y confiables de que el sistema de elección realmente funcione en tributo a la jurisdicción constitucional que el Estado Constitucional de Derecho reclama en el Perú.
La jurisdicción constitucional se inauguró en el Perú cuando se estableció en la Constitución de 1979 el Tribunal de Garantías Constitucionales (TGC), a partir de su vigencia, el Perú tuvo en sede de dicho Tribunal el control concentrado de la constitucionalidad de las leyes, es decir, la facultad de expulsar del sistema jurídico una ley que estuviese por la forma o por el fondo en contra de la Constitución, de esa manera – al menos en teoría – estaba garantizada su supremacía normativa. Pero junto a esa misión, el constituyente también le encomendó al indicado tribunal el conocimiento de los procesos constitucionales de la libertad (el amparo y el hábeas corpus).
Posteriormente la Constitución de 1993 consideró también en su seno la jurisdicción constitucional, personificada en el ahora denominado Tribunal Constitucional (TC), encomendándosele, básicamente, las mismas responsabilidades constitucionales.
Según la historia, el balance del desempeño del TGC (1) fue negativo (1980-1992), frente al balance que ahora podría hacerse del que corresponde al TC (1993-2009) que a diferencia del anterior estaría centrado más en uno cualitativo que cuantitativo, sin dejar de reconocerse que el TC ahora tiene mayor presencia y protagonismo con importantes sentencias y precedentes vinculantes acompañados, no en pocos casos, de fuerte polémica especializada y política.
En tributo a la verdad, el pobre desempeño del TGC se debió a graves deficiencias en su diseño constitucional entre los que, sin ingresar a profundidad, podríamos enunciar algunas: la barrera de obtener 50,000 firmas para iniciar un proceso de inconstitucionalidad; el reenvío procesal de las causas sin resolverse y el sistema de designación de sus magistrados (3 designados por el Poder Legislativo; 3 designados por el Poder Ejecutivo y 3 designados por el Poder Judicial) que en boca del gran Aguirre Roca (2) fue “poner al gato de despensero”.
Pero el éxito o el fracaso de un Tribunal Constitucional, dando por descontado un buen diseño del sistema (como el número de sus miembros, su competencia y facultades), transita por difíciles caminos que implica contestar las siguientes preguntas en función de las personas que aspiran a ser designados miembros del TC: ¿Quién debe ser?, ¿Quién lo elige?, ¿Cómo lo elige?. Como siempre, el factor humano, es importantísimo.
¿Quién debe ser magistrado del TC? En principio alguien que además de estar debidamente capacitado desde la perspectiva académica y profesional, sea de una conducta democrática impecable e intachable, con un apego cierto al constitucionalismo, considerado éste como un sentimiento que implica entender la Constitución como una norma superior que plasma el proyecto de una nación y constituye – en palabras del viejo Marshall – un límite al poder.
Pero no todo queda allí en el plano personal, la exigencia de ser magistrado del Tribunal Constitucional implica además constituirse en un magistrado cuya única razón de ser sea el apego al texto constitucional y a su correcta interpretación, olvidándose del origen de su designación lo que implica dejar atrás e ignorar cualquier consigna política o sometimiento partidario para convertirse sólo en guardián de la Constitución, sin que ello implique – porque no habría modo – que el magistrado elegido no tenga sus propias tendencias ideológicas como es natural.
¿Quién elige ser magistrado del TC y cómo lo elige?
Actualmente a los magistrados del TC los designa el Poder Legislativo mediante una votación que debe sumar 1/3 del número legal de sus miembros, es decir, se elige a un magistrado del TC con 80 votos a favor.
Este sistema de elección no tendría porque ser malo, si dicha votación estuviese siempre orientada a elegir al más idóneo, pero el hecho de necesitarse semejante mayoría calificada no es sino – en muchos casos – motivo para no elegir al mejor, sino sólo a quien sea más simpático a las fuerzas políticas que juegan en el Congreso e ingresar a un peligroso juego del te doy para que tú me des, el famoso toma y daca.
Actualmente el Congreso debe elegir a dos magistrados del TC, pues el período de 5 años de dos de ellos ya está próximo a vencer, sin embargo, a la convocatoria del Congreso se han presentado muy pocos postulantes pues, como es lógico, quienes se precien de su carrera académica y profesional no están dispuestos a un baloteo político sin consideración alguna, como sucedió en la anterior elección que sin duda se reflejó en un bajón en el desempeño actual del TC, sin dejar de contar algunos exabruptos verbales que agudizaron la tensión normal a la que está sujeta el TC en su difícil misión.
Si acaso el Congreso estuviese consciente de la responsabilidad histórica – no política – que tiene al designar a los magistrados del Tribunal Constitucional, brindaría todas las garantías a los postulantes para ser evaluados sólo en función de su capacidad académica y profesional, así como de su trayectoria ante el Estado Constitucional de Derecho y las tendencias ideológica que como tales deben tener respecto a la libertad, a la vida, a los derechos civiles, políticos y económicos.
Pero, lamentablemente el Congreso afronta otro problema personal e institucional: el descrédito. Este problema lo convierte en una caja de pandora. ¿A qué postulante serio le interesará ingresar a un proceso de selección político sin reglas claras?, ¿A quién que se precie le interesará ser designado por congresistas cuyo comportamiento personal y público es deplorable? ¿Qué buena elección podría hacerse en el seno de un Congreso cada vez más deslegitimado?
Cualquier aspirante serio a la magistratura constitucional desearía ser evaluado en función de su trayectoria y por un Congreso prestigioso, lo que sin duda le daría legitimidad a su nombramiento, y le permitiría tener un desempeño a la altura de la responsabilidad que demanda el control de la supremacía constitucional y vigencia real de los derechos fundamentales.
Pero esa expectativa ahora es sólo una ilusión, la jurisdicción constitucional reclama a sus mejores hijos, a los que estén dispuestos a engrandecerla, pero el precio a pagar puede ser muy caro, tan caro que un postulante serio podría ser fulminado antes de tiempo, dejando fuera de carrera a quienes sí están capacitados para llevar en sus hombros el inmenso peso de decir que es y que no es constitucional, y en carrera a quienes muy bien podrían ser los aludidos por Groucho Marx que dirían antes sus electores: “estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros”.
Por ahora sólo cabe tener la esperanza que el diablo deje de rondar por el Congreso, que se den señales claras y confiables de que el sistema de elección realmente funcione en tributo a la jurisdicción constitucional que el Estado Constitucional de Derecho reclama en el Perú.
[1] Este fue el motivo para que el autogolpe de 1992 no dejase en pie a dicho tribunal.
[2] Este Notable Magistrado lo fue tanto del TGC como del TC.
[2] Este Notable Magistrado lo fue tanto del TGC como del TC.
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