Fernando Murillo Flores
La historia constitucional del Perú
nos informa que los conservadores se adscribían a la figura presidencial y los
liberales a la del parlamento. El presidencialismo era visto como una
continuidad del régimen virreinal, en tanto que el parlamentarismo como una
negación de aquél. Ello fue reflejo de la Francia post revolucionaria (1789) y
el receló por el renacimiento de la monarquía en un Presidente, en ese
escenario surgió la figura de una asamblea fuerte donde la ley era el centro de
todo, según Fioravanti: el legicentrismo.
Actualmente estamos lejos de
identificar al presidente con una tendencia conservadora y al parlamento con
una liberal, luego de nuestra independencia, el nacimiento de la república y la
definición de su forma de gobierno, las figuras del ejecutivo y el legislativo
empezaron a interactuar pero no siempre con un resultado óptimo.
Igual de distante está aún el Perú de poder identificar y
moverse políticamente entre esas dos tendencias en la modernidad, en función de
partidos políticos que las enarbolen, respecto al cambio o la conservación de
la realidad (statu quo), entre otras razones porque nuestro sistema electoral y
de representación no está pensado en lograr – lo que parece ideal para una
democracia – un bipartidismo. Hoy el Perú no solo tiene una pluralidad de
movimientos políticos a nivel nacional, sino una amplia gama de movimientos
regionales y locales, en los que es difícil advertir su tendencia en términos
políticos. Todo un escenario de outsiders.
A casi doscientos años de nuestra
independencia, el balance constitucional nos informa también que nuestra país
no es íntegramente presidencialista ni parlamentarista, aunque es una verdad
que quien no gobierna el parlamento no puede gobernar con tranquilidad ni sobre
saltos. Pero nuestras elecciones recientes nos dan cuenta que en primera vuelta
elegimos y conformamos el parlamento y, en segunda vuelta, definimos al
Presidente, el resultado nunca fue bueno. Ciertamente, algunas veces la mayoría
en el parlamento no fue tan absoluta y contraria al Presidente, dando un margen
de negociación y alianzas de gobernabilidad pero muy débiles.
Con un sistema así, en el Perú se eligió
en 1990 un parlamento adverso al Presidente recién electo en segunda vuelta, lo
que concluyó con la interrupción de la democracia, y lo mismo sucedió en la
elección del presidente el 2016, luego de haber conformado un parlamento igual
de adverso con una mayoría absoluta, lo que terminó en la renuncia del
Presidente.
La única forma de evitar eso es
establecer una renovación del parlamento, para así frenar ímpetus irracionales
de una mayoría parlamentaria (como la actual), y brindar al presidente un
parlamento menos adverso, luego de su renovación parcial. Mientras elijamos un
parlamento con mayoría absoluta y por un plazo de cinco años, sin posibilidad
de recambio o renovación parcial, el Presidente estará sometido a una mayoría
que no le permita gobernar, lindando en lo obstruccionista, es más, como dice
Giovanni Sartori, con sistemas electorales como el que tenemos para el
parlamento, cualquiera es elegido representante, es decir, llegan al parlamento
caballos como el de Calígula o, pensando en peruano, los potros de bárbaros atilas.
Al respecto es bueno mirar a los
Estados Unidos de América, que el próximo 6 de noviembre tendrá elecciones para
renovar a sus 435 representantes (cámara de diputados) y 35 de los 100
senadores; el resultado de estas elecciones puede arrojar en ambas cámaras un
predominio de los demócratas, y si ello es así, el presidente – que es
republicano – se verá enfrentado a un legislativo demócrata, luego de casi dos
años de gobierno con cámaras republicanas, las que incluso le han permitido – a
través del senado – lograr una mayoría de la tendencia conservadora en la
Suprema Corte.
Una mayoría absoluta en el parlamento,
elegida por cinco años, sin posibilidad de renovación, se tornará siempre en
autoritaria y prepotente, más si ella se guía por consignas, antes que ideas o
planteamientos políticos en función del país, desde el rol del parlamento. Lo
más deplorable del ocaso de una mayoría así establecida, como está sucediendo,
es que el común de las personas no distingue el fracaso político de esa mayoría,
de la institución del Congreso y la necesidad de su existencia. Se reniega de
la calidad de representación y es el Congreso el que paga la factura. ¿Algún
día distinguiremos la paja del trigo?
La historia reciente nos permite
afirmar que el auto golpe de Estado del 5 de abril de 1992, fue producto – en
parte – de la hegemonía de fuerzas políticas en el parlamento, entonces de dos
cámaras, adversas al entonces presidente. Asimismo la renuncia del
presidente anterior al actual se debió a
la misma razón, aunque con un ingrediente especial e inédito, determinado por
la ausencia de aceptación democrática de haber perdido las elecciones y de una
mayoría más que absoluta de parlamentarios de un determinado movimiento
político que dista mucho de ser un partido político.
No creo que sea bueno establecer que
no sea posible la reelección de congresistas. Creo que lo que debe lograrse es
– como dice Sartori – un sistema electoral de castigos e incentivos; castigar a
quien nos represente mal, e incentivar – con la reelección – a quien nos
represente bien, todo ello en un sistema de renovación de los congresistas.
Así, incluso, generaríamos una buena clase política, incentivándola o
castigándola. Sin embargo, hemos acordado que el pueblo mediante el referéndum
decida establecer la no reelección de los congresistas, el resultado será, creo
que no cabe duda, el no a la reelección y ello se basará en el mal
comportamiento de la representación y como reacción al desprestigio de los
congresistas (no del Congreso), antes que a razones técnicas, como la de lograr
una renovación de congresistas en pro de un equilibrio de poderes. Es más
visceral decir “cierra el congreso” que decir
“den al pueblo la posibilidad de castigar en incentivar a los
congresistas”
Si el pueblo vota en el referéndum por
la no reelección y, además, por la bicameralidad, lo único que lograremos es
tener permanentemente nuevos diputados y senadores por cinco años y no sólo
desincentivar la existencia de una clase política, sino que ante el horizonte
de trabajo por cinco años, los elegidos tomen todo lo que puedan en función de
su interés personal.
Hemos tomado mal camino. Deberíamos
haber logrado tener dos cámaras en el Congreso y establecer su renovación
periódica para ir realmente a un equilibrio de poderes, incentivando la
existencia de una representación responsable; en lugar de ello estamos ad
portas de tener dos cámaras sin posibilidad de renovación de las mismas y con
una representación electa por cinco años. Estamos actuando en función del mal
comportamiento de los caballos de bárbaros atilas, en lugar de pensar en la
modernización del Congreso y la renovación de la representación para desde allí
incentivar un buen comportamiento de la representación.
Una vez más perdemos la oportunidad de
tener un congreso de prestigio y eficiente, de pretender una representación al
pendiente de la confianza del pueble. Así planteadas las cosas creo que es
mejor decir no a la existencia de dos cámaras, sí a la reelección de
congresistas y esperar que alguien se ilumine e impulse la renovación del
congreso a la mitad del mandato de 5 años y hacer algo para que el cronograma
electoral de elección de congresistas no coincida con el del Presidente, pero
eso es mucho soñar.
Creo – y acepta mis disculpas Vallejo nuestro – que las reformas constitucionales comentadas serán una vez más “las
crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.”
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