Fernando Murillo Flores
En 1821 se proclamó formalmente la independencia
del Perú, realmente el Perú se libró de ser colonia española bajo un gobierno virreinal,
luego de la batalla de la pampa de la quinua en Ayacucho, allá por el año 1824.
Una de las penosas tradiciones instaladas en el nueva república peruana, vendría de aquél gobierno virreinal al que estuvo sometido el Perú desde su conquista en 1532 a 1821 que obtuvo su independencia; en esos más de 250 años se acentuó para siempre y a todo nivel de gobierno la concepción patrimonialista del Estado, es decir, el Estado es un patrimonio a ser distribuido por los que tienen el poder de hacerlo, antes por designación (virreynato) y ahora por elección (república), entre quienes forman parte de su entorno.
Esa concepción patrimonialista del Estado está fuertemente vinculada a la corrupción en el Perú; corrupción ésta que se originó en la época del gobierno virreinal y que como posta se le entregó al gobierno republicano, sin que exista voluntad alguna de ponerle fin. Quiroz[1] nos dice: “España y sus colonias, por el contrario, continuaron luchando con gobiernos patrimoniales y con una corrupción persistente y sistemática. Hacia comienzos del siglo XIX, el fracaso de las reformas había contribuido más bien a una transición de la corrupción tradicional de las cortes real y virreinal a la corrupción del patronazgo o de clan que rodeaban al caciquismo y el caudillismo” (p. 42).
Quiroz nos refiere, en su ya famosa obra “Historia de la corrupción en el Perú” que dos jóvenes tenientes de navío Antonio de Ulloa y Jorge Juan, al margen de su acompañamiento a una misión científica, tenían el encargo de reportar a Felipe V, “periódicamente información estratégica sobre los lugares que visitaran y sobre sus habitantes” (p. 51) y éstos “Mientras cumplían estas tareas oficiales entre Quito, Lima y algunos puertos chilenos (…) recogieron importante información confidencial sobre las disfunciones de la administración, desde contrabando hasta el cohecho, entre otras transgresiones de oficiales reales” (p. 52).
El historiador Quiroz nos dice: “Según Ulloa y Juan, la calidad de la Administración Pública se había deteriorado seriamente. Con la práctica venal de la venta de oficios y cargos público, introducido en el virreinato peruano en 1633, los puestos oficiales de las cajas reales se vendían al mejor postor. La venta de cargos se extendió para incluir al de corregidor en 1678 y al de oidor de la Audiencia en 1687.” “Estos cargos importantes” nos continua diciendo Quiroz, “eran vendidos mayormente a criollos acaudalados e interesados (…) Estas costumbres administrativas, fortalecidas por los intereses locales, contribuyeron a un deterioro constante en la calidad del gobierno, la honestidad administrativa y las finanzas virreinales. El favoritismo en el nombramiento de corregidores y otros funcionarios también se hallaba profundamente arraigado, al igual que la práctica de efectuar regalos o dádivas a las más altas autoridades responsables de asignar cargos interinos.” (p. 55) y para terminar de citar a Quiroz el concluye: “Las continuidades y legados de la corrupción, presentes en el Perú en la transición de las instituciones coloniales a las republicanas, hundían sus raíces en el poder centralista y patrimonial de los virreyes militares.” (p. 91)
Pero ¿qué es el Estado patrimonialista? Dejemos que otro historiador responda, Torres Arancibia[2] nos dice, en su libro Corte de Virreyes que “(…) la contradicción producto de la convivencia del Antiguo Régimen con la república y la subsistencia del Estado patrimonial han permitido que la corrupción campee en la administración pública. Persiste tercamente la idea de que quien llega a ostentar un cargo puede beneficiarse de él a su antojo. Eso ocurría en el siglo XVII y era natural, pues partía de una bien fundamentada teoría política: el Estado era patrimonio del rey y él podía repartir los oficios a quien quisiera, mientras que el que recibía un oficio podía usarlo a su gusto (dentro de la noción de buen gobierno) pues, en esencia, un puesto burocrático constituía una merced real, un premio que gratificaba algún servicio a la Corona. Esta idea sobrevivió y, así, puede encontrarse a funcionarios que creen que pueden usufructuar su puesto dentro del Estado para satisfacer sus ambiciones personales y sólo después, servir a la ciudadanía.” (p. 31).
Entonces, el Estado patrimonialista – en perspectiva republicana – es aquél que se considera como patrimonio de quien lo gobierna y, en función del poder que ostenta, lo distribuye entre quienes son de su confianza, por haberlo elegido por ejemplo, no sólo para devolver el favor de la elección, sino olvidando la ética pública que impone que una autoridad o funcionario públicos, no puede tomar decisión alguna en función de interés propio o de intereses de un grupo o terceros, antes que en función del interés general y público.
Al respecto, actualmente será bueno tomar debida nota del principio de “probidad” y de los deberes de “imparcialidad” y del “ejercicio adecuado del cargo” establecido en el Código de Ética de la Función Pública (Ley N° 27815), salvo que alguien aún se crea Virrey, pero eso era en el siglo XVII, cuando según Torres Arancibia “los virreyes de Indias se convirtieron en los principales dadores de mercedes y sus cortes devinieron en ámbitos donde los aspirantes, beneméritos o simples pedigüeños, esperaban en las antesalas palaciegas con sus probanza, memoriales y recomendaciones para obtener algún favor del representante del rey. Entonces, la repartición de mercedes se convirtió en la principal atribución de los gobernantes, atribución que defendieron con todos los medios posibles cuando la Corona intentó limitarla hacia finales del siglo XVII. Dicha atribución – por otro lado – suscitó, en muchos momentos, malestar entre los vasallos indianos debido a la política de favorecer a personas allegadas al Palacio más que a los que se sentían con méritos suficientes para ocupar alguna de las plazas de la administración.” (p. 114)
Considero que no hay mejor forma de concluir este artículo, que citando nuevamente a Torres Arancibia: “La atávica corte de los virreyes del Perú ha perdurado en la argolla, término del habla criolla que define al grupo cerrado que gira alrededor de alguien que ejerce poder. Al interior de ese círculo, los méritos profesionales se mezclan con cuestiones meramente personales. Asciende quien gana la gracia del poderoso, y recibe una prebenda quien logra una recomendación que convenza a la argolla. A la inversa, la caída social se produce cuando el moderno cortesano se malquista con la argolla o la cuestiona y, así, este pierde la gracia del jefe y es marginado del grupo. Como es de suponerse, la carrera basada en méritos profesionales o se hace muy difícil o se vuelve secundaria. De esta manera, el séquito virreinal ha encontrado vulgares remedos en todos los niveles de la sociedad peruana, desde la Casa de Gobierno hasta la institución más pequeña en la que haya un destello de poder.” (p.29)
No sé qué sucedió, pero mi memoria me hizo volver a los dos textos que he compartido en este artículo; qué duda cabe, la argolla está presente en nuestra vida republicana, más fuerte que nunca a casi doscientos años de nuestra independencia, y en todo nivel de gobierno; para muchas autoridades, hoy en día, el Perú es un patrimonio que se distribuye entre la cohorte de quien puede conceder mercedes. No sé qué sucedió exactamente, pero así es.
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