sábado, 17 de septiembre de 2016

La Ley que nadie quiso y el incendio que todos lloran…


Javier André Murillo Chávez

Hay un viejo refrán que nuestros abuelos nos enseñan y que versa así: “siembra tormentas y cosecharás tempestades”. Nada es más aplicable al desgraciado y lamentable evento ocurrido en la iglesia del Distrito de San Sebastián. Me explico. Hace casi un año se produjo la derogación del Decreto Legislativo N° 1198 por presión del pueblo cusqueño bajo la bandera de “el patrimonio no se vende, se defiende”. En su momento, resumí el debate que se produjo, pues yo estaba –y sigo– a favor de concesionar la gestión del patrimonio cultural a privados, con una frase: “vamos a tener patrimonio defendido heroicamente, pero patrimonio muerto”. Y, en efecto, el día 15 de septiembre de 2016 parte de nuestro patrimonio cultural ha muerto. Es importante recordar que mediante la Resolución Suprema N° 2900-72-ED de fecha 28 de diciembre de 1972, publicada el día 23 de enero de 1973, se declaró como patrimonio cultural de la nación a la Iglesia de San Sebastián. Sin embargo, en opinión personal, lo que más duele de la destrucción del templo son los cuadros de Diego Quispe Tito que datan del Siglo XVII; los cuales se encontraban en dicho recinto bajo la protección de, nada más y nada menos, dos de los más ineficientes actores en nuestra Sociedad en estos temas.

La responsabilidad por el incendio de la iglesia de San Sebastián recae en quienes ostentaban propiedad de esta y quienes gestionaban su administración; es decir, en el Estado peruano, como propietario, y en el Arzobispado, como administrador. En palabras sencillas: el Estado y el clero. La pregunta de fondo es la siguiente: ¿Hubiera pasado lo mismo si la Iglesia (y todas las obras que estaban adentro) hubiesen sido gestionadas por un ente privado? La respuesta es probablemente no, pues los privados tienden a cuidar y resguardar aquello que les genera ganancias o rentas, porque sí –en efecto– el privado tiene derecho a cobrar un monto por acceder a lo que se gestiona, pero –con seguridad– parte de ese dinero se destinaría, por ejemplo, a: (i) revisar y controlar que no haya fallas en los cables detrás del atrio principal, los cuales pueden generar incendios; (ii) contratar guardias de seguridad nocturnos, quienes podrán evitar que alguna persona en estado de ebriedad venga a iniciar un incendio o podrían alertar del incendio apenas inicia; o, entre muchas otras cosas, (iii) implementar sistemas de esparcimiento de agua (que estarían siempre en un tanque de reserva, para evitar que no haya agua en el suministro público) en caso de incendios, a la vez que bajan desde las alturas láminas de plástico automáticamente para cubrir las piezas artísticas que se podrían arruinar con el agua; etc. y etc.

Igualmente, en caso sucediera un trágico accidente cuando el privado se hace cargo del recinto y de todo el patrimonio que hay dentro, resulta sencillo identificar a quien no cumplió su deber de cuidado y deberá resarcir al propietario –asumiendo el esquema del Decreto derogado, este sería el Estado– para que él mismo restaure o igualmente contrate expertos para la restauración. Nótese que tenemos claramente a quien culpar por el accidente o evento dañoso. En la realidad, ahora sólo tenemos promesas de restauración de un alcalde a quien le tocó lo peor, que es cargar con la culpa de trágicas y descuidadas anteriores gestiones ediles en materia cultural; a la Iglesia siempre “pobre”, que se excusará diciendo que no tiene fondos para el mantenimiento y, mucho menos, para restauración. Y claro, como si faltara más Estado, ahora el Ministerio de Cultura asume la custodia de la Iglesia generando un fondo de emergencia con un proyecto de inversión pública. Es decir, los responsables ante los ojos públicos no tienen la culpa, cuando en realidad sí la tienen por descuidar el patrimonio. Esto queramos o no admitirlo es gasto de dinero de arcas públicas por descuido propio del Estado, ya sea por responsabilidad directa de no tomar medidas de prevención o responsabilidad indirecta por encargar la gestión del patrimonio a un tercero mucho más ineficiente en temas técnicos como gestión del patrimonio, como lo es la Iglesia. Este dinero pudo dirigirse a otras obras o servicios públicos, tan necesarios en nuestro país. Es lamentable que sigamos creyendo que en temas donde (i) se requiere muchísimo dinero, el cual se cubre muy bien con inversión privada, y (ii) se necesita especialización técnica, que penosamente no tiene el sector público, se busque solucionar todo desde un Estado que ya demostró ser ineficiente y que no puede controlar situaciones como estas. Y lo peor de esta creencia es que se fundamenta en la mentira y la ignorancia que tiene por detrás esa bandera de “quieren vender el patrimonio” que usa el pueblo cuando no entiende algo y ni siquiera hace el esfuerzo de comprender.

Y no, querido lector, no estoy de acuerdo con que todo deba estar en manos del privado. No soy un extremista neoliberal, ni un alienado, ni un demonio de derecha y mucho menos un cusqueño que haya perdido su identidad, tal como me tildaron por defender estas ideas cuando se debatió la derogación del Decreto Legislativo N° 1198. Sólo soy un cusqueño que quiere lo mejor para mi ciudad. Esta es la mejor opción para el patrimonio cultural, no sólo del Cusco, sino de cualquier región de nuestro país. De esta forma, debemos conceder la gestión a privados sólo en aquellos casos donde el Estado ya ha demostrado ser ineficiente, sin remedio alguno; es decir, debemos dejar que el Estado sólo siga luchando por dar lo mejor cuando se trata de servicios públicos donde tiene el deber de garantizar universalidad y mínimo nivel de calidad, como por ejemplo educación y salud. Sin embargo, en casos como el manejo del patrimonio cultural, se tiene que permitir la privatización de la gestión (ojo, nuevamente con la precisión del término, la gestión y no la propiedad). En otras palabras, paisano, no le vendemos nada a nadie; sólo se lo alquilamos para que lo mejore y cobre por eso a quien quiera acceder a ese bien que tanto desprestigiamos en el Perú, llamado Arte y Cultura, para luego estar llorando cuando se cae a pedazos por culpa del propio descuido de nuestro Gobierno y, en el caso particular de San Sebastián, la Iglesia.

Otro “gran” argumento populista es que los cusqueños (y otros ciudadanos) no quieren pagar por entrar a algo que perciben como suyo. Y esto es una llamada de atención al pueblo cusqueño, donde me incluyo. Es hora de despertar y ver que toda esa construcción histórica de nuestra ciudad, incluyendo Machu Picchu, no es solamente nuestra (de los cusqueños); también lo es de los ayacuchanos, los limeños, los piuranos y de todos los peruanos. No está justificado que no paguemos nada por ir a estos lugares o ingresar a los monumentos. Si de verdad crees en el patrimonio histórico, el Arte y la Cultura ¿Por qué no estás dispuesto a pagar, sabiendo que ese dinero irá –al menos, en parte– a la preservación? Lo que es “gratis” termina siendo más costoso a la larga, cuando por tanto desgastar el patrimonio termine perdiéndose. La iglesia de San Sebastián ahora es, tristemente, un ejemplo de esto. Y lo más preocupante es que, justamente, esta iglesia fue restaurada por el Estado hace menos de 4 años, trayendo un gasto público enorme. Querido paisano, amigo lector, ¿Se imagina en qué condiciones estarán las casonas en el centro histórico que también son patrimonio cultural, o el resto de iglesias en el Cusco? Ya ni pensar en las que están alejadas de nuestro centro de capital de provincia.


El Gobierno debe tomar en consideración que la mayoría de monumentos y otros sitios turísticos se encuentran en este deplorable estado de conservación, y que la Iglesia de San Sebastián ha sido sólo el inicio de una sucesiva cadena de pérdidas que se pueden producir si no se toman medidas adecuadas. Lo que no debe perderse de vista es que, en este caso, el problema está focalizado en el gestor, que debe ser privado y no público. Esto debido a la gran cantidad de dinero que representa la conservación del patrimonio y la facilidad en gestión técnica que tendría un privado si sólo se dedica a eso o crea líneas empresariales que solo se dediquen a esto, a comparación del gran Leviatán que quiere tener uno de sus “tentáculos” sobre la cultura, sin darse cuenta que genera más daño que el beneficio que brinda. Hace casi un año por redes sociales, al momento de hablar de las consecuencias de seguir con el Estado como gestor del patrimonio cultural, vaticiné que esto iba a pasar. Ahora sólo espero que se vuelva a proponer una norma que permita concesionar la cultura a privados, con claros límites y haciéndoles responsables, a fin de que cuiden nuestro patrimonio como se debe, para evitar que todos nuestros monumentos, casonas, huacas, iglesias, tambos y otros no terminen cayéndose a pedazos gracias al Estado y otros actores ineficientes, como en este caso, la Iglesia.

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