Javier
André Murillo Chávez
Hay un viejo refrán
que nuestros abuelos nos enseñan y que versa así: “siembra tormentas y cosecharás tempestades”. Nada es más aplicable
al desgraciado y lamentable evento ocurrido en la iglesia del Distrito de San
Sebastián. Me explico. Hace casi un año se produjo la derogación del Decreto
Legislativo N° 1198 por presión del pueblo cusqueño bajo la bandera de “el patrimonio no se vende, se defiende”.
En su momento, resumí el debate que se produjo, pues yo estaba –y sigo– a favor
de concesionar la gestión del patrimonio cultural a privados, con una frase: “vamos a tener patrimonio defendido
heroicamente, pero patrimonio muerto”. Y, en efecto, el día 15 de
septiembre de 2016 parte de nuestro patrimonio cultural ha muerto. Es
importante recordar que mediante la Resolución Suprema N° 2900-72-ED de fecha
28 de diciembre de 1972, publicada el día 23 de enero de 1973, se declaró como
patrimonio cultural de la nación a la Iglesia de San Sebastián. Sin embargo, en
opinión personal, lo que más duele de la destrucción del templo son los cuadros
de Diego Quispe Tito que datan del Siglo XVII; los cuales se encontraban en
dicho recinto bajo la protección de, nada más y nada menos, dos de los más
ineficientes actores en nuestra Sociedad en estos temas.
La responsabilidad
por el incendio de la iglesia de San Sebastián recae en quienes ostentaban
propiedad de esta y quienes gestionaban su administración; es decir, en el
Estado peruano, como propietario, y en el Arzobispado, como administrador. En
palabras sencillas: el Estado y el clero. La pregunta de fondo es la siguiente:
¿Hubiera pasado lo mismo si la Iglesia (y todas las obras que estaban adentro)
hubiesen sido gestionadas por un ente privado? La respuesta es probablemente
no, pues los privados tienden a cuidar y resguardar aquello que les genera
ganancias o rentas, porque sí –en efecto– el privado tiene derecho a cobrar un
monto por acceder a lo que se gestiona, pero –con seguridad– parte de ese
dinero se destinaría, por ejemplo, a: (i) revisar y controlar que no haya
fallas en los cables detrás del atrio principal, los cuales pueden generar
incendios; (ii) contratar guardias de seguridad nocturnos, quienes podrán
evitar que alguna persona en estado de ebriedad venga a iniciar un incendio o
podrían alertar del incendio apenas inicia; o, entre muchas otras cosas, (iii)
implementar sistemas de esparcimiento de agua (que estarían siempre en un
tanque de reserva, para evitar que no haya agua en el suministro público) en
caso de incendios, a la vez que bajan desde las alturas láminas de plástico
automáticamente para cubrir las piezas artísticas que se podrían arruinar con
el agua; etc. y etc.
Igualmente, en caso
sucediera un trágico accidente cuando el privado se hace cargo del recinto y de
todo el patrimonio que hay dentro, resulta sencillo identificar a quien no
cumplió su deber de cuidado y deberá resarcir al propietario –asumiendo el
esquema del Decreto derogado, este sería el Estado– para que él mismo restaure
o igualmente contrate expertos para la restauración. Nótese que tenemos
claramente a quien culpar por el accidente o evento dañoso. En la realidad,
ahora sólo tenemos promesas de restauración de un alcalde a quien le tocó lo
peor, que es cargar con la culpa de trágicas y descuidadas anteriores gestiones
ediles en materia cultural; a la Iglesia siempre “pobre”, que se excusará
diciendo que no tiene fondos para el mantenimiento y, mucho menos, para
restauración. Y claro, como si faltara más Estado, ahora el Ministerio de
Cultura asume la custodia de la Iglesia generando un fondo de emergencia con un
proyecto de inversión pública. Es decir, los responsables ante los ojos
públicos no tienen la culpa, cuando en realidad sí la tienen por descuidar el
patrimonio. Esto queramos o no admitirlo es gasto de dinero de arcas públicas
por descuido propio del Estado, ya sea por responsabilidad directa de no tomar
medidas de prevención o responsabilidad indirecta por encargar la gestión del
patrimonio a un tercero mucho más ineficiente en temas técnicos como gestión
del patrimonio, como lo es la Iglesia. Este dinero pudo dirigirse a otras obras
o servicios públicos, tan necesarios en nuestro país. Es lamentable que sigamos
creyendo que en temas donde (i) se requiere muchísimo dinero, el cual se cubre
muy bien con inversión privada, y (ii) se necesita especialización técnica, que
penosamente no tiene el sector público, se busque solucionar todo desde un
Estado que ya demostró ser ineficiente y que no puede controlar situaciones
como estas. Y lo peor de esta creencia es que se fundamenta en la mentira y la
ignorancia que tiene por detrás esa bandera de “quieren vender el patrimonio” que usa el pueblo cuando no entiende
algo y ni siquiera hace el esfuerzo de comprender.
Y no, querido
lector, no estoy de acuerdo con que todo deba estar en manos del privado. No
soy un extremista neoliberal, ni un alienado, ni un demonio de derecha y mucho
menos un cusqueño que haya perdido su identidad, tal como me tildaron por
defender estas ideas cuando se debatió la derogación del Decreto Legislativo N°
1198. Sólo soy un cusqueño que quiere lo mejor para mi ciudad. Esta es la mejor
opción para el patrimonio cultural, no sólo del Cusco, sino de cualquier región
de nuestro país. De esta forma, debemos conceder la gestión a privados sólo en
aquellos casos donde el Estado ya ha demostrado ser ineficiente, sin remedio
alguno; es decir, debemos dejar que el Estado sólo siga luchando por dar lo
mejor cuando se trata de servicios públicos donde tiene el deber de garantizar
universalidad y mínimo nivel de calidad, como por ejemplo educación y salud.
Sin embargo, en casos como el manejo del patrimonio cultural, se tiene que
permitir la privatización de la gestión (ojo, nuevamente con la precisión del
término, la gestión y no la propiedad). En otras palabras, paisano, no le
vendemos nada a nadie; sólo se lo alquilamos para que lo mejore y cobre por eso
a quien quiera acceder a ese bien que tanto desprestigiamos en el Perú, llamado
Arte y Cultura, para luego estar llorando cuando se cae a pedazos por culpa del
propio descuido de nuestro Gobierno y, en el caso particular de San Sebastián,
la Iglesia.
Otro “gran”
argumento populista es que los cusqueños (y otros ciudadanos) no quieren pagar
por entrar a algo que perciben como suyo. Y esto es una llamada de atención al
pueblo cusqueño, donde me incluyo. Es hora de despertar y ver que toda esa
construcción histórica de nuestra ciudad, incluyendo Machu Picchu, no es
solamente nuestra (de los cusqueños); también lo es de los ayacuchanos, los
limeños, los piuranos y de todos los peruanos. No está justificado que no
paguemos nada por ir a estos lugares o ingresar a los monumentos. Si de verdad
crees en el patrimonio histórico, el Arte y la Cultura ¿Por qué no estás
dispuesto a pagar, sabiendo que ese dinero irá –al menos, en parte– a la
preservación? Lo que es “gratis” termina siendo más costoso a la larga, cuando
por tanto desgastar el patrimonio termine perdiéndose. La iglesia de San Sebastián
ahora es, tristemente, un ejemplo de esto. Y lo más preocupante es que,
justamente, esta iglesia fue restaurada por el Estado hace menos de 4 años,
trayendo un gasto público enorme. Querido paisano, amigo lector, ¿Se imagina en
qué condiciones estarán las casonas en el centro histórico que también son
patrimonio cultural, o el resto de iglesias en el Cusco? Ya ni pensar en las
que están alejadas de nuestro centro de capital de provincia.
El Gobierno debe
tomar en consideración que la mayoría de monumentos y otros sitios turísticos
se encuentran en este deplorable estado de conservación, y que la Iglesia de
San Sebastián ha sido sólo el inicio de una sucesiva cadena de pérdidas que se
pueden producir si no se toman medidas adecuadas. Lo que no debe perderse de
vista es que, en este caso, el problema está focalizado en el gestor, que debe
ser privado y no público. Esto debido a la gran cantidad de dinero que
representa la conservación del patrimonio y la facilidad en gestión técnica que
tendría un privado si sólo se dedica a eso o crea líneas empresariales que solo
se dediquen a esto, a comparación del gran Leviatán que quiere tener uno de sus
“tentáculos” sobre la cultura, sin darse cuenta que genera más daño que el
beneficio que brinda. Hace casi un año por redes sociales, al momento de hablar
de las consecuencias de seguir con el Estado como gestor del patrimonio
cultural, vaticiné que esto iba a pasar. Ahora sólo espero que se vuelva a
proponer una norma que permita concesionar la cultura a privados, con claros
límites y haciéndoles responsables, a fin de que cuiden nuestro patrimonio como
se debe, para evitar que todos nuestros monumentos, casonas, huacas, iglesias,
tambos y otros no terminen cayéndose a pedazos gracias al Estado y otros
actores ineficientes, como en este caso, la Iglesia.
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